Carmín rojo
Vestir bien es un placer que muy pocas personas podemos permitirnos. Hasta he llegado a pensar que a todo el mundo le gustaría un traje de Gucci o Armani, pero el hecho de no alcanzar a ello hace que lo repudien. Algunos achacan su dejadez en el vestir a la comodidad; sin embargo, en el fondo son conscientes de que no es una elección de gustos sino de poder adquisitivo. Cierro el armario después de contemplar mi colección de prendas de alta costura, muchas de ellas hechas a medida. Sé que un día me vestirán con uno de esos conjuntos solo para meterme en un ataúd, aunque mientras llega el momento los disfruto como si no tuviera nada mejor que hacer.
Abrocho mis gemelos y
anudo mi corbata con maestría. Es algo que aprendí de mi padre, no podemos
dejarnos ver faltos de elegancia: nada de arrugas en la ropa o manchas sobre la
tela. Repaso mis zapatos con un trapo seco para quitar las motas de polvo que
pueda tener. Impoluto, ese adjetivo es el que más empleaba mi progenitor y
amigo. Lo acompañé durante años a algunos de sus encargos y, ahora, soy yo el
que lleva todo el negocio.
Salgo de mi edificio
recordando algunos de sus consejos: «La mejor manera de no llamar la atención
es llamándola». No, no estaba loco. La ostentación y opulencia puede ser un
gran aliado para mi profesión. La gente se fija en ti, en tu porte, en tu
elegancia, pero a la vez sus mentes descartan por completo la posibilidad de
unir a tu persona cualquier atisbo de maldad. El hábito no hace al monje,
podrías decirme, no obstante, te equivocas. Seguimos dejándonos llevar por la
calidad de la vestimenta o la elegancia al lucirla.
Mis pasos hacia el
coche son seguros, incluso desafiantes. Sé que muchos de los viandantes se han
fijado en mi persona, aunque en el fondo es lo que estoy buscando. Dejar alguna
señal de tus pasos anteriores siempre es un seguro de vida, mucho mejor que
pasar desapercibido. Si desapareces, si algo te ocurre, nadie podrá dar pistas
de tus movimientos. Sin embargo, muchas personas se han detenido a observar que
me dirijo hasta mi vehículo, lo que supone que saben dónde he estado y sobre
qué hora. Esta no es más que otra de las premisas que mi padre me repetía de
forma constante.
Arranco y piso el
acelerador de mi deportivo dejando aún más constancia de mi presencia. Voy recordando
todo lo aprendido con dedicación, imagino que es porque este día está marcado
en mi calendario como diferente, único. Otro de los muchos consejos de mi
padre: «No dejes que la vida se te pase sin vivirla», recuerdo. Y pienso
hacerle caso.
Llego en pocos
minutos a Central Park. «El tiempo es relativo», viene a mi cabeza otra de las
enseñanzas que no puedo olvidar. Muchas personas creemos tener todo el tiempo
del mundo sin darnos cuenta que nuestra vida siempre depende de aspectos
externos que no podemos controlar: una enfermedad, un coche que se salta un
semáforo o un tipo que quiere seguir consumiendo su dosis de heroína y nos mata
por un par de billetes. Tan relativo como todos esos casos. Sí, puedes decirme
que la mayoría de personas no viven con esos pensamientos, no se plantean esas
negatividades; y tengo que darte la razón, pero no es mi caso. Todos los putos
días de mi vida se han llenado de rojo y es un color que va muy acorde con la
muerte. De ahí mi pesimismo.
Salgo del coche, voy
al maletero y recojo el maletín que esta madrugada pasada he dejado a buen
recaudo. Estoy en el edificio donde me han citado, el One 57. No es la primera
vez que vengo, aunque sé que será la última. Los datos que tengo sobre mi labor
aquí son escasos, van llegando a mi iPhone según avanzo en el proceso y tal
como los leo, los elimino del dispositivo asegurándome que tampoco queda
constancia en la memoria interna. Por suerte, en este mundo, los mejores amigos
son los que peores cosas saben hacer y de ellos me rodeo cuando lo necesito,
por lo que instalar en mi teléfono un sistema de eliminación de información de
esos que aseguran que no habrá forma de recuperarla solo fue cuestión de pagar
un buen precio.
Dejo las llaves de mi
coche al chico que espera en la puerta para tal labor. Su sonrisa se amplía al
observar el deportivo en el que tendrá el placer de posar su trasero, sabiendo,
con seguridad, que será lo más cerca que estará de un coche así. Recoloco mi
chaqueta abrochando el botón central y dirijo mis pasos al interior del
edificio.
Créeme si te digo que
este es el momento más importante de todos. El portero, el personal del
servicio de limpieza y los de seguridad tienen que verme. Deben posar sus ojos
sobre mi ropa, apreciar el blanco de mi camisa, los detalles que suelen ser
insulsos por norma, aquí se convierten en importantes matices que pueden
llevarme a vivir mejor.
Me acerco a la
recepción donde el portero del edificio se encuentra posicionado frente a la
pantalla de un ordenador y rodeado por varios teléfonos. Tengo que hacer
tiempo a la espera del siguiente paso que debo dar.
—Buenos días. —Toco
el cuello de mi camisa como si me apretara. Con ello consigo que sus ojos
centren su atención en ese punto exacto—. Venía a ver a una residente del
edificio.
—Buenos días, señor.
Dígame su planta y piso.
Mi teléfono hace el
sonido que esperaba y leo rápido el mensaje.
—Disculpe, ¿puede
darme un segundo?
Me retiro del
mostrador bajo el escrutinio de aquel señor. Un chico del servicio de seguridad
se acerca a él y cuchichean, pero mi cabeza no para de darle vueltas a los
datos que he visto: planta 48, puerta 24. «No puede ser», me digo. Borro el
mensaje como tenía esperado hacer a pesar de la sorpresa y regreso ante el
portero.
—¿Señor? —dice ante
el chico de seguridad que ha decidido permanecer cerca.
—Sí, vengo a la
planta 48, al apartamento que justamente es la mitad de la planta, al 24. —Mi
broma da un poco de distensión al ambiente que se ha enrarecido o eso, al
menos, es lo que siento.
—¿De parte de quién
anuncio la visita?
—Dígale que soy un
viejo amigo. —Nunca falla, la curiosidad y la
posibilidad de una grata sorpresa hace que todo el mundo acabe cediendo a recibir
la visita.
Mientras el portero
hace la oportuna llamada, recuerdo que es el momento adecuado para largarme de
aquí, este contratiempo no me da buena señal, pero me juego demasiado y por
cuestiones del destino, soy muy ambicioso como para dejarlo escapar.
—Puede subir —escucho
de pronto.
Un chico con el mismo
uniforme que el encargado de avisar mi visita aparece junto a mí. Me guía hasta
los ascensores sin saber que, hace unos nueve años, estuve en este mismo
edificio. Ahora, tiempo después, me encuentro de nuevo en él ascendiendo a la
planta y la puerta donde todo empezó para mí, pero esta vez sin la compañía de
mi padre y recayendo en mis hombros toda la responsabilidad.
—Que tenga un buen
día —se despide el chico dejándome salir del ascensor.
Recorro los pasillos
como si hubiera estado allí ayer mismo. Mi maletín en mi mano, mis pasos ya no
tan firmes y cierta congoja en el estómago que me hace tener un mal
presentimiento. Me detengo justo en el sitio indicado: planta 48, puerta 24, no
pensaba tener que volver aquí de nuevo. Mis nudillos, más nerviosos de lo que
deberían, chocan con la madera. Los pasos calmados de una mujer suenan dentro
del apartamento y mi garganta se cierra avisándome de que ya no hay vuelta
atrás.
—¡Tú!
—Shhh… —Le pido que
se calle mientras la agarro por el brazo y me invito a pasar.
No puedo permitirme
que nadie aprecie su sorpresa, se supone que me espera y, sin embargo, está tan
asombrada como yo.
—¿Qué haces aquí? ¿Cómo
me has encontrado? ¡Sal de mi casa!
—Ya sabes a qué he
venido, no me lo pongas más difícil.
Mi voz, a pesar de
ser ronca por naturaleza, ha sonado más dura de lo que esperaba. El motivo lo
tengo delante. Justo ella, la única mujer de la que estuve enamorado, por la
que a punto estuve de dar mi vida y la de mi padre, esa mujer que se cala en
los huesos y que sabes que pase lo que pase siempre estará en tus pensamientos.
Y, ahora, vengo a hacer con ella lo que hace unos nueve años hizo mi padre con
su madre.
—¡No! —grita
intentando huir por un espacio que se le hace pequeño a pesar de los metros
cuadrados del apartamento—. No puedes hacerme esto. Me amas.
La dejo divagar cada
palabra mientras abro mi maletín y me coloco los guantes negros de piel. Ella,
sin creer que su destino está en mis manos, observa el contenido dejando que
sus primeras lágrimas resbalen por sus mejillas.
—Siempre te he
querido —digo mientras reviso el contenido de todos los frascos que tengo y
elijo uno de ellos. Es rápido, y el que menos dolor provoca. Un veneno
indetectable en sangre pasada las cuarenta y ocho horas. Un veneno que nadie
podrá descubrir y que le provocará una muerte súbita cuando se reparta por todo
su cuerpo.
—¿Querer? ¡Un hombre
como tú no puede querer!
—Permíteme que
discrepe.
—Mataste a mi madre,
te arrimaste a mí a conciencia y me enamoraste con artimañas. Eso no es querer.
Me acerco a ella. La
jeringuilla cargada con la dosis aproximada reposa sobre el maletín, pero
quiero calmarla un poco. Quiero que abandone este mundo con un sabor de boca
mejor que el que tuvo su madre.
—No pude evitarlo.
Verte al salir del edificio cuando mi padre asesinó a tu madre… Tenía que
entretenerte para que no subieras. Luego… Enamorarme fue demasiado fácil.
—Y tanto me amas que
vas a hacer lo mismo que hiciste con ella. ¿Cómo quieres que piense que es
amor?
—Sabes que tengo que
hacerlo.
—¿Quién te lo ha
pedido?
—Puedes hacerte una
idea.
—Claro, pero quiero
que me lo confirmes. Ha sido mi marido, ¿verdad?
—Me llamó a los pocos
días de que desaparecieras. No piensa divorciarse de ti como le pediste y
perder parte de su patrimonio. Lo más rápido es ser viudo. Me ha indicado dónde
podía encontrarte. Me extraña verte aquí.
—¿Y tú no dudas en
ayudarlo? ¡Eres tan miserable! ¡No tengo otro sitio donde ir! Regresar aquí era
lo único que me quedaba.
—Por favor… —suplico
que se calme mientras la abrazo al ver que su llanto se intensifica. A pesar de
que soy quien pondrá fin a su vida, sabe que soy el único consuelo que le queda
y responde a mi muestra de cariño haciendo que mi alma se rompa en mil
pedazos—. Fuiste tú quien dejaste de quererme.
—No pude soportar lo
que me contaste.
—Pero nunca me delataste.
Ni a mí ni a mi padre.
—Ahora pienso que
debí haberlo hecho.
Seco sus lágrimas y
de mi bolsillo saco un pañuelo bañado en cloroformo. No quiero que sufra, no
podría soportarlo.
—No, por favor. Lo
poco o mucho que tenga que pasar quiero hacerlo consciente.
—¿No vas a intentar
huir?
—Para qué. Sé que
siempre cumples con tu trabajo.
Dejo el pañuelo en el
interior de mi bolsillo y no puedo evitar besar sus labios. He hecho esto
tantas veces que la mecánica su une a la novedad de que los sentimientos fluyan
en el aire. Matar ha sido mi vida y ahora hacerlo va a acabar conmigo.
—Podemos ir a la cama
si quieres. Estarás más cómoda.
Me hace caso. Cojo
del maletín el inyectable cargado y la sigo hasta su dormitorio. Se ha rendido,
ha confundido los pasos de su vida y casarse con un magnate del petróleo no le
ha beneficiado mucho más que seguir a mi lado. Conmigo mañana seguiría viva.
Se recuesta en la
cama a la espera de que todo acabe. Hago mi trabajo sin hablar. No puedo. El
nudo de mi garganta es mayor que hace unos minutos. Mientras ella llora en
silencio, casi sin querer hacerlo, voy al baño y rocío un poco de su perfume
por la estancia para después pasar por debajo de las pequeñas gotas que dejarán
su olor en mí. Tomo una de sus barras de labio y manchando uno de mis dedos
enfundados en el guante de piel dejo una señal en el cuello de mi camisa con el
color rojo que marca mi vida y no solo mis prendas.
Cuando termino y
regreso a su lado, su cara refleja la asimilación total de los hechos. Ha aceptado
su inminente futuro, el problema es que yo todavía no lo he hecho. Mi padre
nunca me preparó para un trabajo como este, aunque sí me advirtió que los
sentimientos, del tipo que fueran, enturbian un buen negocio.
—¿Cómo te encuentras?
—pregunto tomando su mano a pesar de que no puedo sentir su piel.
—¿Cómo debería
encontrarme?
—No te preocupes. No
vas a sufrir. En pocos minutos el cansancio te vencerá y acabarás por dormirte.
—¿Te irás?
—Sabes que sí. Pero
no hasta que tú dejes de mirarme.
—Igual mi vida a tu
lado hubiera sido mejor.
—¿Habrías soportado
mis trabajos?
—Si hay amor se
soporta todo —dice girando su cuerpo y dándome la espalda.
La contemplo el
tiempo suficiente para grabar sus facciones. La veo cerrar los ojos y sé que ha
llegado el momento de salir. Me quito la chaqueta y aflojo mi corbata. Con mis
manos estropeo el liso de mi camisa. La idea es tan sencilla como dar a
entender que hemos tenido sexo y que no hay más en mi visita aquí. Su cuerpo
será descubierto en unos días y yo no seré más que un polvo olvidado.
Cuando llego a la
planta baja vuelvo a dejarme caer en el mostrador.
—Buenas. Quería
pediros que no molestasen a la señora, al menos en unas horas. —Repito mi acto
de tocar el cuello de mi camisa, ahora manchada. Los ojos del portero cambian
al entender que mi visita ha sido más que satisfactoria.
Salgo a la calle y
respiro, el pecho no me responde al cien por cien porque no es una muerte más,
es mi último trabajo.
Marta Monroy
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