Lluvia, libros y sexo.

Aquella mañana salir de casa era todo un reto. La lluvia arreciaba desde la noche anterior, y asomarse a la ventana era descubrir que no tenía intención de parar.

Ricardo no tenía mejor aspecto que el día. Su humor por la mañana era tan negro como él, aunque no podía decir si mejoraría o no con el avance de las horas y mucho menos después de que estuviéramos en una crisis monumental. Nuestra vida como pareja hacía aguas y lo peor de todo era que los dos lo habíamos puesto sobre la mesa, lo que impedía que pudiéramos seguir fingiendo. ¿El motivo? Se podía decir que un cómputo de motivos mezclado con una monotonía en todos los aspectos de nuestra relación.

Nos vestimos en el silencio más íntimo que teníamos reservado para mostrarnos ante el otro. Buscábamos, aunque no lo dijéramos, el culpable de aquella desidia, pero a la vez ansiábamos una solución que no teníamos en nuestras manos.

—¿Te llevo? —fueron las primeras palabras que pronunció saltándose un «buenos días» que ya no era necesario.

—Por favor.

Bajar en la cabina del ascensor incrementaba nuestro malestar, no podíamos evitarnos en tan pequeño espacio, y, sin embargo, no éramos capaces de decirnos mucho más. Ni tan siquiera mirarnos con el cariño que hacía unos meses nos prodigábamos.

Yo no ponía mucho de mi parte, pero él tampoco y eso era lo que más me molestaba, aunque supongo que a él le pasaría a la inversa.

El trayecto en coche no mejoró ni un ápice. No hablamos, pero la radio llenaba el vacío que provocan los silencios incómodos, ese que llega a percibirse no solo con el oído, sino con las emociones y los nudos que se agarran al pecho.

Me dejó en mi trabajo con la promesa de volver a recogerme a la tarde, y sí, sabía que vendría porque en eso Ricardo nunca fallaba.

Ocho horas fue lo que duró mi estado de relajación. Horas que invertí en dejar a un lado mi matrimonio y mi situación con él, y que empeñé en charlas banales con mis compañeros y en el trabajo. Nada de mensajes, nada de llamadas, nada de lo que siempre habíamos tenido y que ambos deseábamos recuperar, pero todo se había enfriado.

Salí de trabajar y no exagero si digo que la lluvia seguía más intensa que nunca. Y fue esa lluvia la que provocó el principio del fin. Esa manera impetuosa y majestuosa de llover hizo que el tráfico impidiera a Ricardo estar donde debía y a la hora que debía. Volver a mi oficina, solo fue una opción que no tanteé mucho. Al girarme para entrar en el edificio, la vi. La biblioteca municipal, con sus millones de libros y su silencio, ese del que yo tenía en exceso.

Me pareció el mejor lugar para resguardarme, y así lo hice no sin antes avisar a mi marido que allí, entre aquellas estanterías y montañas de libros, me encontraría.

No esperé a que me contestara al mensaje, ni siquiera a asegurarme de que lo había leído. Puse mis pies en dirección a la entrada de la biblioteca sin importarme la lluvia que calaba mis ropas.

De una carrera llegué hasta sus puertas y mi sorpresa creció cuando el cartel de «cerrado» colgaba arañando mi alma. De pronto, la necesidad de entrar en aquel lugar se hizo tan intensa que a pesar de lo que rezaba en la indicación de la puerta, la empujé llevándome la alegría de que estaba abierta.

Crucé el umbral haciéndome con el olor a páginas, café y lluvia. Nadie entre sus estanterías, y ese silencio tan característico por un momento me reconfortó. Me trajo a mi cabeza los recuerdos de mi época estudiantil, de las miradas coquetas a algún chico y de las caras de estrés en las épocas de exámenes. ¿Cuánto tiempo hacía que no entraba en una biblioteca? Las tecnologías nos alejaban por días de aquellos espacios tan llenos de magia.

Me quité el abrigo y junto con mi bolso lo dejé en la primera silla que encontré. Mis pasos, esos que precavidos se adentraban en aquel mundo, se hicieron eco entre los altos techos y la tenue luz que envolvía aquellas enormes estanterías.

—¿Hola? —me atreví a hablar escuchándome a mí misma amplificada.

Ninguna respuesta llegó, y volví a intentarlo en vano. Todo estaba casi en penumbra, solo una zona de aquella enorme sala se iluminaba un poco más por una lamparita de mesa.

Me dirigí hacia allí algo más decidida, esperando encontrar a alguien y que no se sorprendieran de verme allí. Cuando crucé la esquina que me dejaba vislumbrar aquella zona, solo la luz de una lámpara sobre un libro me recibió. Nadie en la silla, nadie con sus ojos centrados en aquellas letras, nadie por ninguna parte.

Seguí con mi incursión, y tomé entre mis manos el libro que reposaba bajo esa luz. Como si me llamaran las palabras dejé que mis ojos se fijaran sobre lo escrito: «sexo, caliente, embiste, tocar…», esas fueron las palabras que detecté con solo mirar. Solté el libro como si fuera fuego lo que tenía entre mis manos. Levanté la cabeza pensando que el sonido estruendoso que hizo al caer habría alertado a alguien, pero seguía sin aparecer ninguna bibliotecaria. Y qué ilusos somos a veces.

Recogí el libro del suelo y me dije a mí misma que no seguiría leyendo. No era mujer de gran lívido, y aquellos textos no me parecían más que obscenidades. A pesar el esfuerzo que hice por no volver a abrirlo, su título me atrajo de nuevo. El buen sexo se marcaba con letras retorcidas como serpientes. Nada más en su portada. Un blanco impoluto de fondo y aquellas letras que, como la manzana del paraíso, se convirtieron en mi pecado.

La curiosidad hizo el resto. Consiguió que abriera sus páginas, que revisara algunos párrafos y que centrara mi atención en alguna de sus imágenes. Cuando vine a darme cuenta, estaba sentada en aquella silla enfrascada en una lectura que había secado mis ropas.

El placer de una mujer es más difícil de encontrar. En ella la sexualidad es más compleja a la vez que más placentera.    Llegar a dar con su clímax debe ser el objetivo de   cualquier persona que se atreva a embarcarse en el sexo de una mujer. Incluso para ella misma. Podríamos incluso pedirle que pruebe en cuanto tenga ocasión, no se corte, no se avergüence. Si es usted mujer no dude en llevar una de sus manos hasta los pliegues de su centro…

 

Un impulso, ese que ya debía estar dominado a mi edad, hizo que deslizara mi mano entre la tela de mi falda. Allí, como si la lluvia hubiera podido alcanzarla, mi ropa interior, tan mojada como el resto.

Levanté la cabeza sacando mi mano de entre mis piernas. Nadie a mi alrededor que me frenara de hacerle caso a esa voz que todos oímos mientras leemos, esa que parece en ocasiones ajena a nosotros mismos. Poseída por ese deseo instalado en mi curiosidad, me deshice de mis bragas y volví a ocupar la silla con un propósito claro, encontrar. No sabía bien el qué, porque hasta ese momento mi vida sexual había sido, según yo misma, placentera.


Llevé de nuevo la mano a mi muslo interior y como si fuera de otra persona, fui pidiéndome permiso hasta encontrarme con los vellos rasurados de mi sexo. Seguí leyendo y haciendo paso por paso lo que aquel libro pedía. Nunca, jamás en mi vida, habría pensado que sería capaz de algo así, y mucho menos de seguir con aquello cuando los ojos de un joven, que no había avisado de su llegada, se clavaron en los míos.


No dijo nada, solo miraba excitado cómo me daba placer. Una de sus manos portaba un par de libros, la otra, la otra había alcanzado su miembro el cual frotaba por encima de la ropa. Los pasos de Ricardo también llegaron, aunque más amortiguados por el sonido de mis gemidos. No preguntó por nadie a voces como había hecho yo al llegar, tan solo siguió el sonido y la luz.


Cualquiera en su situación habría entrado en pánico al ver a su mujer, masturbándose ante la atenta mirada de un joven desconocido, pero mis ojos le dijeron que no era momento de eso, sino de encontrar en nosotros lo que yo misma estaba descubriendo.


Retiré el libro de la mesa y con él la lámpara. Subí a ella sin eliminar el contacto de mis dedos conmigo misma. Atrapé el libro y sin vergüenza, se lo tendí al chico que dejó caer los otros dos que llevaba para atrapar el que le ofrecí. Cuando liberé mi mano libre, solicité a Ricardo que se acercara y tras un segundo de duda, lo hizo. Tomé su mano y la llevé al lugar donde estaba la mía, en el calor y la humedad de mi sexo. Miró hacia atrás, al chico al que sin tener que darle muchas explicaciones y con la luz de su propio móvil, comenzó a leer los párrafos que seguían.


Podría decir que todo parecía una locura y no estaría mintiendo. Podría incluso pensar que un matrimonio no se salva con un libro, pero sí nos dio pie a entender que entre nosotros siempre había faltado algo, y ese algo lo encontramos en el sitio indicado y en el momento indicado.


Desde ese día, el día que Ricardo y yo nos entregamos ante los ojos de un joven al que no preguntamos ni su nombre ni su edad, fueron los libros nuestros grandes aliados.

Relato Lluvia de letras.


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